Cuidado con la bruja vampiro
Por Jorge Le Brun
“Vampyr es la única película que merece ser vista
varias veces”
- Alfred Hitchcock
Carl Theodor Dreyer fue uno
de los más grandes directores del cine clásico, un poco descuidado quizá el día
de hoy, pero fue uno de los artistas más importantes de la historia del cine. Quizá el descuido es debido a la dificultad para analizar sus primeros trabajos, de los que
solo cae en la memoria su famosa La
pasión de Juana de Arco (1928); las dificultades que hubo por mucho tiempo para el análisis fueron las de acceso a la obra. Para los que
lo estamos conociendo (me reconozco uno), al menos en lo que he visto, su
trabajo es el de un estudiante; puede verse una evolución gradual de las
técnicas que usaba el cineasta hasta dejar su marca en el montaje y en su
búsqueda por acceder a los sentimientos de sus personajes, de forma que nadie
lo hacía; quizá le digan despectivamente “artesano” en un arrebato esnobista,
pues su obra en realidad es heterogénea, no se casaba con un tema. Entendió
perfectamente el mundo psicológico que revelan los objetos y su interacción con
los sujetos “la abstracción formal a través de la imagen”, es decir, manifestar
la subjetividad de los personajes con todo lo que los rodea reduciendo la función
ilustrativa de los fondos al mantener en escena únicamente aquellos objetos que
sirviesen de testimonio de la psicología de los personajes o que contribuyesen
al refuerzo de la idea central planteada en el filme.
El director danés había decidido
hacer una película fuera de los estudios un año después de La pasión de Juana de Arco, justo para ser golpeado por una gran
crisis en Europa; la llegada del cine sonoro que le rompía las pelotas al
continente a excepción de Inglaterra, a donde Dreyer tuvo que mudarse para actualizarse
tecnológicamente hablando. En su viaje decide que su próximo trabajo será algo
sobrenatural; le pareció que era lo más cool del momento y se pone a leer lo
que encuentra del tema. Al enterarse él y Christen Jul (co-escritor de Vampyr), que en un teatro había
tenido gran éxito una versión teatral de Drácula en 1927, se dieron cuenta que
los vampiros eran el último grito de la moda (si supiera). Vampyr (1932), conocida en español como La bruja vampiro, fue el producto de este acto de sublimación,
ligeramente inspirado en dos trabajos de Sheridan Le Fanu: La posada del dragón volador (en donde hay un entierro “prematuro”)
y Carmilla (historia con una vampiresa lesbiana);
ambas de 1872.
La película más atípica de
vampiros que te puedas imaginar, estar en la vanguardia le salió caro a Dreyer. Su primer “hijo” sonoro era muy rebelde, un fracaso en taquilla y
lo retiró de la dirección por 11 años. La prensa en Alemania y el este de los
Estados Unidos casi la ponía como la peor película que habían visto. El hijo
creció muy grande y bien parecido; el día de hoy esta película tiene una
probación del 100% en rotten tomatoes, la crítica profesional la pone en un pedestal
y no es para poco; ni si quiera los que odiaron la película en su momento de
estreno pudieron negar las alucinantes e impresionantes imágenes que esta
emanaba. Vampyr no es la clásica
película de vampiros aristócratas villanos, ni de los que filosofan, ni mucho menos de los
que brillan en el día como si fueran refractarios...perdón, reflectores; y aun así conserva el
elemento fantasmagórico y demoníaco del vampiro clásico.
Un joven fantasioso, Allan
Gray (Julian West), hace uno de sus viajes nocturnos por una de las regiones del noreste de Francia, y termina en una solitaria aldea llamada Courtempierre. El hombre es un
apasionado de la demonología y los temas ocultistas, y hace uno de esos
viajes para reflexionar sobre sus estudios. Durante la noche un extraño sujeto
se aparece en su habitación; le deja un paquete con la indicación de abrirse después
de su muerte. Gray no sabrá si todo lo que empieza a ver a partir de ahí se
trata de algo real o de pesadillas, pero al indagar nota que sucesos paranormales
ocurren en el pueblo. Hasta el descubrimiento de una joven doncella con marcas
de mordidas en su cuello; la sombra de una demoníaca vampiro se cierne sobre
todos; parece doblegar la voluntad de una familia, y al querer tomar sus almas a empezando con la joven mujer.
La película es atípica a la narrativa del género, no al concepto del vampiro como fuerza del mal poderosa; Dreyer experimenta con nuevas formas de tratar el mito, planteando la historia como una precursora
de las narraciones de posesiones diabólicas (que el día de hoy son lo que más atrae) difiriendo de las características del
trabajo de Bram Stoker llevado al cine por Tom Browning un año antes (Drácula 1931). La aparición de estos vampyrs está relacionada con la luna llena; están dotados de poder sobre las
fuerzas fantasmales, las sombras y espíritus de sus víctimas; su origen es una
posesión maligna derivada de sus actos durante la vida; al parecer la mordedura es lo que hace que comience a poseer a sus víctimas generando seres cuya existencia depende
de su creador; esa presencia los incita al mal y los
convierte en sirvientes de las sombras motivados por la sed de sangre; solo si muriera
el vampiro las almas atrapadas quedan libre. Estos seres según Vampyr, suelen buscar a sus víctimas en
espacios abiertos y solitarios para poder actuar de forma discreta; se
rodean de sirvientes humanos que se mueven en el día para acercarse a sus
víctimas, a las cuales incitan al suicidio con el propósito de tomar sus almas. Como
dato curioso, es bueno decir que originalmente Bram Stoker pensaba
llamar a su legendario vampiro, Conde Wampyr, palabra que proviene de regiones eurasiáticas
y que significa "ser volador", "beber o chupar", que
también hace alusión a la especie de murciélago que succiona sangre.
La estrella de singular
relato fue conocido por Dreyer en una fiesta; el barón Nicolás de Gunzburg,
banquero, aristócrata y socialite, quien se ofreció como mecenas con la condición
de ser el protagonista del proyecto que financiaba; a cambio tenía el dinero suficiente
y plena libertad creativa. Aquí es otra de esas facetas que a veces no apreciamos,
en donde se ve la buena dirección; el barón era tan mal actor que hasta de
modelo había quedado mal (reconociéndole que su desempeño fue perseverante); la
naturaleza del filme neutraliza estos aspectos, al crearse un mundo surrealista
y onírico, en donde la falta de pausa hace que puedas perderte en las imágenes increíbles, entre lo que es real y lo que no, como le sucede al personaje principal. Y aquí,
el joven adinerado utiliza el seudónimo en pantalla de Julian West para evitar
el escrutinio de su familia y colegas, por el temor de que cuestionaran sus ilusiones de ser un
pobre actor, ya que no era un buen negocio en aquella época.
Hablando de la narrativa, el protagonista en muchos
aspectos no es más que un espectador, y la temible “bruja vampiro” (Henriette
Gérard) solo aparece de forma sutil y sin prestar enfrentamiento directo, pero
creando los acontecimientos en los que el mal nunca duerme. Mientras la labor
de héroe recae en un mayordomo (Albert Brass) que al final combate contra la
maldición como un leñador abriéndole la panza al lobo que se comió a caperucita,
que aquí es la joven Léone (Sybille Schmitz). El umbral entre lo onírico,
lo real y lo sobrenatural es irreconocible; hay un velo de misterio, pero reconozco
lo que más llama mi atención del primer trabajo sonoro de su realizador es lo
poco que lo utiliza; de hecho los diálogos son pocos y solo son usados para
apoyar la acción; siendo las imágenes el auténtico dialogo, se siente natural. También en esta
película se pueden ver reminiscencias del cine mudo como las tarjetas de
títulos con las que se explicaba la historia, en ocasiones sustituidas por libros
que los personajes leían proporcionados por tomas subjetivas.
La película tiene
influencias del famoso cine expresionista, es lo que se le llama hoy en día una
película experimental; vampiros, esqueletos, sombras animadas hacen gala en ese
trabajo. Una de las escenas más alabadas al día de hoy, es sin duda la toma
subjetiva en un ataúd desde la posición del difunto; Gray en una secuencia de
sueños encontrando el ataúd y viéndose a sí mismo como el contenido de este. Las
imágenes simbólicas de esta película son muchas; el protagonista al llegar al
hotel observa a un sujeto con una guadaña esperando a un barquero en el muelle,
donde quizá el barquero Caronte deambula y trae a la gente a ese fantástico lugar;
el río es la frontera que cruzamos con Gray para llegar a este otro mundo,
influencia que se retomaría posteriormente en el cine.
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