BLEU
Por Víctor G. Gándara
La
pérdida, ése intempestivo debacle del alma. Perder a alguien puede o no
significar un dolor de consecuencias funestas; quiero pensar que la mayoría
logra sobrellevarlo. Krzysztof Kieslowski, difunto director polaco cuyo nombre
debí corroborar por evidente riesgo de errata, es quizás uno de los cineastas
más representativos de su país. Trois Couleurs: Bleu, es la primera de su
trilogía -y último trabajo- Tres Colores (también Trois Couleurs: Blanc y Trois
Couleurs: Rouge). En Bleu (Azul) aborda el tema de la pérdida como recurso para
alegorizar la libertad comprendida en el significado del mismo color sobre la
bandera francesa; y es que la trilogía supone una extensión de los ideales
revolucionarios representados en el estandarte francés: azul: libertad; blanco:
igualdad; rojo: fraternidad. Si bien, no parecen estar relacionadas, las tres
historias se cruzan en algún punto clave.
La trilogía de los Tres Colores, centrada en los ideales revolucionarios franceses |
Azul,
me atrevo a decir, es la mejor de la trilogía. Aunque usó filtros y objetos
azules (simbólicamente relevantes) para aludir al título de la obra, Kieslowski
enfatizó una soberbia ambientación musical (columna vertebral del film), vía
Zbigniew Preisner. Está que te pone los pelos de punta. Y, aunque en Azul no
hallamos esos idílicos matices cálidos que evocan a Tarkovski (admirado por el
mismo Kieslowski), como sí pasó en su predecesora La doble vida de verónica, la
poética de sus cuadros tiene sus propios hechizos.
Julie
(Juliette Binoche) es la única sobreviviente de un trágico accidente en el que
murieron su hija y esposo, éste un afamado y reconocido compositor de música
clásica. Cuando Julie despierta (en el hospital), recibe la triste noticia que
la llevará a un frustrado intento de suicidio. A partir de entonces comienza su
etapa de liberación/desprendimiento, en el que Julie vende todas sus posesiones
(incluida una bella mansión) y se muda a un pequeño departamento en algún
barrio parisino, y donde su transformación, a partir del manifiesto duelo,
tiene un desarrollo interesante.
En
su afán de echar todo al olvido se deshace de una partitura sin terminar del
difunto, pieza que se estrenaría en homenaje a la creación de la Unión Europea.
Así pasan los días, y como el diablo está en los detalles, éstos la llevan a
circunstancias y hallazgos peculiares. Descubrimos a una Julie en el sendero de
la emancipación, no obviando el transcurrir de sus tormentos y las
singularidades que reviven el pasado.
Emancipar
es liberarse de cualquier sujeción o dependencia. Aunque el azul alude a la
bandera de Francia, el significado de «libertad» ya no es aquél propio de la
revolución (político-social), sino llanamente la libertad de vivir, del
desapego, según la connotación concedida por Kieslowski. Lo mismo pasa con las
otras dos entregas. Trois Couleurs: Blanc, donde el blanco es «igualdad», va de
un tipo que maquina su venganza contra la arpía de su mujer; y Trois Couleurs:
Rouge, donde el rojo es «fraternidad», una chica crea un vínculo con un viejo
que de principio le irritó.
El
duelo es un proceso complejo de duración incierta. Julie es un caso peculiar;
sus debates internos, esa pena tácita que parece menguar al compás del brío y/o
la displicencia, sus episodios catárticos y, sobre todo, el sosiego inmutable
que yergue hasta sus ojos, son piezas pertinentes de un retrato que con detalle
sutil pulió Kieslowski, porque Trois Couleurs: Bleu es de ésas cuya lírica es
(más que un manojo de palabras) meramente visual.
Trois
Couleurs: Bleu es una obra -relativamente- lenta; claro, dependiendo del
espectador. Pero su excepcional banda sonora y el magnetismo de Juliette
Binoche permiten, si no aclamar, sí otorgar justo respeto. Algunas piezas
musicales (halladas tanto en Bleu, Rouge y filmes anteriores a la trilogía: La
doble vida de Verónica y El Decálogo) son obra de un tal Van den Budenmayer, músico
clásico del XVIII y personaje ficticio creado Kieslowski y el anteriormente
citado Preisner. Bleu, pues, comprende elementos esenciales propios de un
estilo definido.
A
Kieslowski hay que verlo con la misma disposición que se ve a Tarkovski o un Malick,
no porque sus obras sean del todo similares, sino porque demandan especial
atención y antojo contemplativo.
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